Hay lugares a los que no podemos evitar. Esos, donde el alma sintió amor, cariño y, sobre todo, protección.
¿Alguna vez te has ido de viaje una larga jornada, y al volver, lo que más te reconforta es el olor de tu hogar, su clima, tu familia en ella, incluso el frío de tu cama? Ese tipo de lugares, siempre será un refugio para nuestra felicidad, siempre serán placenteros de ver y, por desgracia, casi siempre son valorados, cuando ya no se tienen.
Lo mismo sucede con nuestras relaciones. Cuando tenemos a una pareja que nos da todo eso, todo ese cariño incondicional, esa sensación de comodidad, protección y amor, cuando tenemos a alguien que es un lugar para ello, tendemos a descuidarlo. Nos sentimos con propiedad para creer que este lugar es inamovible, pero no, no lo es, requiere atención y si lo descuidamos, el lugar se va.
Es cuando ya está lejos, que comenzamos a sentir añoranza por dicha persona, y de una u otra forma, tratamos de volver a él, porque sabemos que fue ahí donde conocimos el amor, fue ahí donde aprendimos lo peligroso que no es valorar lo que se tiene y es ahí donde queremos volver.
Los sitios y las demás personas, son extensiones de aquello que sentimos. Podemos decir que, al menos en nuestra vida, dichos lugares no son nada si no habitamos en ellos, porque si no los tenemos en nuestra vida, para nosotros deja de tener un propósito real más allá de volverse un lugar anhelado e inalcanzable.
Amemos el olor, la sensación de tranquilidad, el clima y las emociones que esos lugares provocaban. Amemos todo eso hoy, porque mañana cuando nos vayamos, o cuando esos lugares se alejen, solo nos quedará un recuerdo al cual, querremos volver siempre.