Es normal que, a temprana edad, justo cuando se comienza a experimentar esa etapa del amor y de enamoramiento, nos sintamos felices y en un mundo paralelo a la fantasía, en donde se cree que todo es maravilloso y fantástico.
Sin embargo, como todo en la vida, los momentos y las situaciones son cíclicas, viven en un constante cambio, y con ella las etapas. Cada etapa tiene su ciclo de vida y su modo de enseñanza.
Y todo esto se aprende poco a poco a través del tiempo, pues, es con el tiempo, con el trascurrir de los años, la vivencias y experiencias de muchas situaciones que descubrimos que el mejor estado de la vida no es estar enamorados, sino estar tranquilos.
Solo cuando una persona logra hallar ese equilibrio interior donde nada sobra y nada falta, es cuando se siente más plena que nunca. El amor puede aparecer entonces si así lo quiere, aunque no es una necesidad obligada.
Resulta curioso como la mayoría de las personas seguimos teniendo como principal objetivo hallar a la pareja perfecta. Buscamos y buscamos en este vasto océano sin haber hecho antes un viaje imprescindible: el del autoconocimiento.
El hecho de no haber realizado esta necesitada peregrinación por nuestro interior ahondando en vacíos y necesidades, hace que a veces acabemos eligiendo compañeros de viaje poco acertados.
Relaciones efímeras que quedan inscritas en la soledad de nuestras almohadas, tan llenas ya de sueños rotos y lágrimas sofocadas. Tanto es así que son muchas las personas que pasan gran parte de su ciclo vital saltando de piedra en piedra, de corazón en corazón, almacenando decepciones, amarguras y tristes desencantos.
En medio de este escenario, tal y como dijo Graham Greene en su novela «El final del romance» solo tenemos dos opciones: mirar hacia atrás o mirar hacia delante. Si lo hacemos de la mano de la experiencia y la sabiduría tomaremos el camino correcto: el del interior. Ahí donde poner en orden el laberinto de nuestras emociones para encontrar el preciado equilibrio.
La tranquilidad no es ni mucho menos ausencia de emociones. Tampoco implica renuncia alguna al amor o a esa pasión que nos dignifica, esa que nos da alas y también raíces. La persona tranquila no evita ninguna de estas dimensiones, pero las ve desde esa perspectiva donde sabe muy bien dónde están los límites, dónde esa templanza que como un faro en la noche alumbra nuestra paz interior.