Todos, sin excepción, tenemos o hemos tenido, esa historia de amor con nombre y apellido a la que nos hemos aferrado con uñas y dientes. En algún momento de nuestra vida, alguien que desbalancea nuestro amor propio y orgullo, se introduce como un germen en lo más profundo de nuestro subconsciente. Ese alguien llega como invitado, se sirve como huésped y se queda como dueño de nuestras emociones.

Fuese bueno en la medida que no nos lastimase, pero en este artículo en particular, hablamos de esos dueños de emociones que solo nos ven como títeres, mientras ellos maniobran con cada una de nuestros sentimientos, desde la más profunda tristeza, hasta la más desaforada alegría.
El dilema con ello, es que somos nosotros los que decidimos cuánto control darle y por cuánto tiempo. Porque lo doloroso no se aferra a nuestra vida, sin que nosotros lo permitamos, pues, es nuestro poder de elección, el que nos previene de escoger mal. Es esa libertad de escogencia, la que no podemos dejar de lado cuando empecemos a aferrarnos a la peor historia de amor que hayamos vivido, como si se tratase de una película adoctrinante que debemos reproducir a diario.
Debemos apelar a nuestra libertad de elección, para elegir no recordar, no aferrarnos al sentimiento muerto ni a los nombres del pasado. Es nuestro poder de elección, el que nos permite decidir que historias guardar, y cuales echar a la basura.