¿Alguna vez has querido que una vez que conoces a alguien no quieres que se vaya de tu vida? Sentir esas ganas intensas de que se quede contigo para siempre, de tenerlo cerca de ti para besarle, abrazarle, mirarle a los ojos. Aunque esa persona no esté contigo y tampoco lo estará.
Esa necedad de poseer a alguien es una condena enorme, pues nadie es propiedad de nadie y darse cuenta de ello es doloroso. Y es que cuando amamos a alguien queremos que sea nuestro para que cumpla con todos nuestros deseos.
Cuando dos seres se aman, entregan todo de sí al otro y se funden sin dejar de ser individuales. Y aunque no me ames me siento una contigo sin dejar de ser yo misma, aunque tu amor sea de esa persona con quien estás justo ahora mientras yo miro a través de la ventana esperando que ocurra un milagro y aparezcas frente a mí.
Y sí, la envidio totalmente, pero es envidia de la sana. No le deseo mal pero sí envidio la suerte que tiene de tenerte a su lado. Y no creas que no me recuerdo a diario lo mucho que me amo y me respeto y que por ello no intentaré meterme en tu relación. Y es que por más que desee tu amor no lo quiero obligado.
No sé si es que yo no he aprendido a amarme lo suficiente o si de verdad te amo tanto como para ser feliz sólo con saber que tú lo eres, así sea sin mí. Y no te he dicho lo que siento de verdad porque prefiero que sigas brindándome tu amistad en vez de quedarme sin nada.
Es doloroso amar en silencio, pero a veces es necesario hacerlo por el bienestar de esa persona.