Un día, paseando por las calles del pueblo costero, te vi tomándole la mano y dándole un tierno beso en la mejilla. Sentí celos y mucha envidia, me pregunté: ¿Quién será la susodicha con quien mi príncipe está tan acaramelado? Pero decidí ignorar mis pensamientos. Conocía muy bien mi historial de celos que tanto daño me había ocasionado en mis anteriores relaciones. Quise obrar distinto, ser comprensiva. Qué tonta fui…
Pensé que era tu hermana, quizás tu mejor amiga, a lo mejor podría ser tu prima, quién sabe. Por algún motivo que aún no puedo descifrar, decidí no preguntarte y resolver la duda por mí misma. No quería darte insinuaciones malvadas ni tampoco perturbarte con mis indagaciones, pero necesitaba resolverlo, necesitaba saber. La angustia me abordaba, me sumergía. La pregunta recurrente seguía ahí, susurrándome: ¿Quién será la susodicha con quién mi príncipe está tan acaramelado?
Y finalmente llegaron los comentarios. Al principio, los chismes fueron uno, dos o tres, y venían de embusteros de oficio, gente que no tiene otra función que husmear en el ombligo ajeno, pero persistían, y empezaron a llegar a oídos finos, eminentes. Oídos razonables que no considerarían un hecho consumado hasta tener una mínima prueba del mismo. Pero igual callé. Quería averiguarlo por mí misma mas no me atrevía a preguntártelo directamente, fui cobarde.
Un día, simplemente, reventé a llorar desconsoladamente y, arrastrada por los celos y la presión, me fui corriendo a tu casa cuando bien entrada estaba la madrugada, en horas en las que antiguamente solías amarme con tu cuerpo, pero dejaste de hacerlo. Toque una, dos, tres veces, pero no recibí respuesta. En mi desespero, decidí derrumbar la puerta, y ahí estabas, bañado de placer en mi antiguo lecho con otra persona a tu lado. Nos devoraste a las dos: a ella el cuerpo y a mí, la emoción y el alma entera.
Corrí, corrí lejos a mi habitación. Empaqué mis cosas, retomé contacto con mi familia y me volví inmediatamente a mi ciudad de origen sin decir adiós. Con los años, no sé si fue la decisión más madura o acertada, pero no podía seguir bajo tus garras mientras entregabas tus mieles a alguien más. Con todo el dolor de mi alma, dos años después aún te recuerdo, y con tristeza, debo admitir que te amo pero no podemos estar juntos…