Cuando somos niños, nuestros padres no van en plan de decir “Hija, el mundo es una completa mierda, te lastimarán y jugarán con tu corazón como si fuese un balón de fútbol. Deberás ser fuerte y así nadie te dañará las emociones”.
No, por supuesto que no. Crecemos en un ambiente donde el amor abunda, bueno, casi siempre. Donde lo sano es evitar a toda costa, aquello que nos lastima, pero no nos enseñan que detrás de cada herida, hay un aprendizaje. No digo que hay que lanzar a los hijos de cara al peligro, sino que hay que madurar las emociones para que, cuando el dolor llegue, sepamos cómo aprovecharlo.
Buda decía “El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional”. Y ciertamente no solo hablaba de cómo, aferrarse a lo que nos lastimaba, era una decisión en la que teníamos pleno control. Buda también se refería a la manera en que el dolor, nos servía como ancla de aprendizaje, para que el sufrimiento pudiese ser evitado.
Veámoslo de esta forma: Cuando conduces por una carretera, hay señales de tránsito que te advierten de curvas o zonas de derrumbe, nosotros tenemos la potestad de ignorarlas o hacerles caso. De la misma manera funciona el dolor, este no es más que una señal de que algo anda mal con nuestras emociones u organismo, si lo ignoramos y no atendemos el problema de raíz, el dolor se convierte en sufrimiento.
Observa el dolor como el maestro del corazón, y aprende a no tropezar con la misma piedra dos veces y no veas al dolor como un amigo, sino como un enemigo que nos dice la verdad de la forma menos agradable posible. Así pues, acepta la verdad, venga de donde venga, duela cuanto duela.