El orgullo es un concepto exagerado de sí mismo pudiéndolo llevar a la soberbia, un sentimiento de valoración de uno mismo por encima de los demás. Por esta razón, se considera que el orgullo no es bueno es ninguno de los casos, no le hace bien a nadie y no trae cosas buenas.
Si hay una emoción poderosa, esa es el orgullo. Campa por sus anchas en las empresas, en las relaciones personales y por supuesto, en la pareja. Tiene su lado amable, pero cuidado, su cara negativa resulta muy poco práctica.
Existe otra situación en la que el orgullo resulta también positivo en su justa medida, cuando lo sentimos por algo o por alguien. Por ejemplo, sentirse orgulloso por algún éxito alcanzado de un ser querido, y también sentirse orgulloso de sí mismo por haber logrado todas las metas y objetivos propuestos.
Por estas cosas el orgullo no estaría en la diana de las emociones poco recomendables. Junto con su lado amable, convive otro bien negativo, que nos hace daño.
El orgullo está relacionado con la autoestima. Cuando esta se ve dañada por algún motivo, se despierta como un chaleco antibalas. Aunque su intención sea buena, es difícil conectar con la otra persona o con uno mismo desde ese lugar, porque lo que se esconde detrás es uno de nuestros peores miedos: el rechazo a no estar a la altura, a que no nos quieran.
Es una respuesta inconsciente, pero que desgraciadamente a la larga, daña mucho. El orgulloso tiene mucha dificultad para ser flexible, para cuestionarse o para recular ante un error. La palabra perdón o el hecho de reconocer “una aparente debilidad” se le atraganta.
Y desde ahí, va aguantando los días y es incapaz de ceder. Por eso, esta actitud arrogante nos hace pagar un precio elevado: la soledad.
Ante cualquier situación de orgullo, debemos recapacitar y meditar en lo que queremos, si tener la razón o ser felices.
Si nos enfocamos por lo primero, podremos quedarnos solos demostrando una y otra vez que el resto del mundo es el responsable de lo que nos duele. Pero desde ahí, no se avanza y encima, nos quedamos peor. Por ello, no es una decisión precisamente práctica.
La mejor inteligencia es aquella que nos ayuda a tomar decisiones adecuadas y a veces, es preferible pasar un momento en el que nos duela o cueste una palabra (como pedir perdón o reconocer un error) que pasar los días aguantando por orgullo.
Lo segundo y lo más importante, necesitamos honestidad profunda. Detrás de los arranques de orgullo que nos daña, hemos de reconocer que lo que hay es dolor o miedo, miedo a sentirnos solos, al rechazo o a la crítica. Desde la sinceridad crecemos y podemos avanzar.
Hablar en términos de orgullo nos distancia aún más de los otros y de nosotros mismos. Cuando reconocemos que algo nos duele y no soltamos lo primero que nos dicta el orgullo, podemos entablar una conversación sincera con el otro y con uno mismo.