Me demoré un poco en salir a recibirte -siempre el orgullo femenino por delante- pero no es algo que te molestó. Supongo que es porque ya me conoces.
Te bajas del auto, me das un gran abrazo y a pesar de mis fachas me dices que luzco bonita, preguntándome si puedes pasar un rato a la casa. Finjo que lo pienso durante unos segundos para terminar diciéndote lo obvio: “¡por supuesto! ¡siempre eres bienvenido!”
Apenas cerré la puerta, me tomaste por la cintura y me susurraste lo mucho que me extrañaste. Acariciaste mi rostro durante un instante y empezaste a besarme como si no hubiese un mañana. Mi mente daba demasiadas vueltas. Era como un sueño que no terminaba de acoplarse con la realidad.
Sin dudarlo ni un segundo me dejé llevar, y es que cómo no hacerlo cuando la firmeza con la que me tomas es la que me da seguridad. Cómo no hacerlo cuando tantas noches soñé con volver a sentirme entre tus brazos, pensando en que jamás volvería a verte, en que ya no pensabas en mí y te habías entregado a tu trabajo, a tu familia, tal vez a otra chica…
En el frenesí del momento caímos sobre la alfombra, y por más que hubiese empezado a caer una tormenta allá afuera, lo único que podíamos escuchar con claridad eran nuestros gemidos, apagados brevemente por uno que otro relámpago.
Me hiciste tuya como nunca llegué a soñarlo, a oscuras, tal cual como quisimos. Esa noche y por primera vez el tiempo fue nuestro aliado, pues pareció detenerse sólo para darnos oportunidad de sentir todo. Luego de que la descarga final apagara nuestras voces al unísono, quedamos escuchando un rato lo que la intensa lluvia quería decirnos.
Nos miramos fijamente a los ojos y entendimos que tal vez volveríamos a lo mismo, o tal vez no, pero eso no importaba mucho. Sólo importábamos los dos allí, acurrucados, tal como Dios nos trajo al mundo, amándonos en el abrazo que sólo los amantes comprenden, cerrando poco a poco nuestros ojos para soñar juntos una vez más con un mañana tan inesperado como esta noche.