Sábado por la noche. Llueve. Tomo una cena ligera mientras imagino lo bien que la deben estar pasando mis amigas en la discoteca, celebrando que una de ellas se casará con el hombre de su vida.
Te preguntarás qué hago metida en casa, entonces. Tal vez me juzgarás por no acompañarles, pues son personas a quienes quiero muchísimo. Pero la verdad es que hoy no ando de humor para fiesta, y mejor que estar allá con cara de amargada preferí aislarme.
Y no, no es que esté triste ni nada. Simplemente no tengo ganas de estar rodeada del ruido, las luces multicolores y la muchedumbre embriagada. Esta noche sólo quiero su compañía silente, abrazándome con la mirada mientras el mundo fuera de las paredes de mi habitación se enciende al ritmo del fin de semana.
Desde hace tiempo ya que no hablamos, y no por habernos peleado sino porque a veces la vida actúa así, separando de maneras misteriosas a quienes se quieren. Tal vez las responsabilidades cotidianas que día a día van aumentando, tal vez las demandas de la adultez, tal vez la tontería de esperar a que seas tú quien me llame porque mi orgullo de mujer no me deja dar el primer paso.
Es hora de romper con eso. Te escribo un mensajito a ver en qué andas, sin mucha ilusión de que me contestes porque tal vez estés imbuido en la juerga nocturna… pero no. Me contestas casi al instante y casi al mismo momento mi corazón da un salto. ¿Será que estabas esperando mi mensaje?
Luego de hacerte las típicas preguntas que todo mundo hace así no quiera, me abro a confesarte lo que siento. Cuál sería mi sorpresa que, al leerlo, me respondiste con un enorme “OK.”. Es como para arrepentirse.
Prendí la TV buscando algún programa de farándula para entretenerme con las desgracias de otros y olvidar la mía propia, cuando de repente escucho un auto detenerse frente a mi apartamento. Asumo que se trata de cualquier otra cosa menos de lo que realmente se trató: me asomé sólo por curiosear y me encuentro con la inesperada silueta de tu rostro asomarse por la ventanilla.