Años han pasado desde tu partida, pero tu huella sigue húmeda y profunda en todos aquellos que tuvimos el chance de conocerte. No comprendimos muchas cosas y, quizás, en ocasiones te juzgamos injustamente, pero aquí estamos reunidos de nuevo, recordándote, tratando de saldar viejas deudas y derramando lágrimas en tu nombre. Te extrañamos, abuelito, donde quiera que estés.
Cuando era un niño, pese a tus protuberantes canas y tu arrugada frente, te veía fuerte e imbatible. Eras un roble experimentado, conocedor de las cosas del mundo y yo un pequeñín dispuesto siempre a escucharte, a acompañarte. Y así me enseñaste de tantas cosas insospechadas para mí, como bien lo sabe hacer el mejor de los maestros. Hoy soy un hombre, y te agradezco por mostrarme al mundo por lo que es.
Aún recuerdo tus lecciones de historia, de matemáticas y de biología. Tu pasión resultó tremendamente inspiradora para mí y me ayudó a involucrarme mucho más en el estudio de lo que antes había imaginado. Quería ser como tú, quería saber tanto como tú, y tú me guiaste magistralmente en el enriquecimiento de mi intelecto, ¿Cómo no darte gracias por ayudarme a crecer?
Eras un poco terco y obstinado con algunas ideas; quizás, demasiado rígido para mí gusto pero, ahora que soy un hombre, entiendo muchas cosas de tu carácter. Querías lo mejor para mí, querías verme fuerte e imbatible, querías evitarme sufrimiento y bien entendiste que necesitaba más contacto con mi entorno para ser feliz.
Hoy, a catorce años de tu muerte prematura, te recuerdo fielmente como la última vez que te dejé, y espero que estés bien donde te encuentres. Sé que, junto a la providencia, estás cuidándonos y protegiéndonos con tu manto.
Tu legado está más fuerte que nunca y aquí están tus nietos, todos influenciadísimos por ti y dispuestos a seguir construyendo el bien de la manera en que nos lo enseñaste. Por eso y mucho más, que Dios te bendiga siempre, abuelito. Siempre te recordaremos en nuestros corazones…