Decía Emily Dickinson en uno de sus poemas que nadie viviría en vano si lograra, al menos en alguna ocasión, evitar que un corazón se rompa, enfriar una pena, ayudar a un pájaro agotado a encontrar su nido o apaciguar el dolor de alguna persona. Más allá de lo poéticas que nos puedan parecer estas dimensiones, tras ellas se encierra una idea esencial a la vez que rotunda: para ayudar hay que sentir la necesidad del otro.
Sin embargo, y esto lo sabemos todos, en nuestro día a día habita una presencia muy sibilina llamada hipocresía. Poco a poco hemos ido aceptando su reinado de forma casi implacable, hasta el punto de que no falta quien ensalza los nobles valores del altruismo y el respeto mientras cada día, se coloca la escafandra de ese “yo” hermético donde es incapaz de ver, sentir y entender a quién tiene más cerca.
No se nos puede olvidar que quien más ayuda necesita no siempre sabe o puede pedirla. Porque quien sufre no lleva pancartas, de hecho muchas veces se parapeta en el silencio, como el adolescente que se encierra en su habitación o la pareja que calla en la otra mitad del sofá, o que deja caer sus lágrimas en el otro lado de la cama.
Saber “sentir y percibir” la necesidad del otro es lo que nos hace ser dignos a nivel humano, porque hacemos uso de esa cercanía emocional que nos enriquece como especie al preocuparnos de quien tenemos cerca. Te proponemos reflexionar sobre ello.
Las personas que saben escuchar desde el corazón
Escuchar lo que la otra persona nos comunica sin necesidad de decirnos nada tiene nombre: comunicación emocional. Este “súper poder” ha ido evolucionando en nuestra especie a través de todas esas áreas cerebrales que configuran la dimensión de la empatía. Desde la Universidad de Monash (Australia) nos explican que la empatía afectiva estaría relacionada con la “corteza insular”, mientras que la empatía cognitiva, por su parte, se situaría en la “corteza mediocingular”, justo encima de la conexión entre ambos hemisferios cerebrales.
Todos disponemos de estas estructuras, sin embargo no siempre potenciamos su capacidad, su energía y ese vínculo que, sin duda, enriquecería mucho más todas nuestras relaciones. La razón de por qué no todos saben sentirnos o escucharnos con esa cercanía tan auténtica está muchas veces en una falta de voluntad o en un exceso de ego. Es lo que Emily Dickinson nos decía en su poema: “ninguna vida sería en vano si lograra sentir y ayudar otra”.
Porque quien siente desde el corazón, despierta, y quien ayuda, demuestra voluntad y preocupación real por el otro. Es ahí donde nace ese poder maravilloso que nos hace únicos, que ofrece calidad a nuestras relaciones y que en esencia, nos confiere el poder más valioso que existe: el de dar felicidad.
Fuente: La mente es maravillosa