¿De verdad existen los finales felices? No lo creo. De hecho no creo en un final como tal, pues siempre pasa algo después aunque las historias de amor traten de obviarlo.
Con los años he entendido que hablamos mucho del amor, que nos creamos expectativas sobre él que terminan exponiéndonos a la decepción. Al final no es ni tan eterno ni tan estable como lo idealizamos, pero no por ello deja de ser hermoso.
No es posible describirlo con exactitud pero sí sentirlo por completo. Y es que te enciende sin quemarte, entibiando tu cuerpo entero y estimulando tus ganas de vivir.
Y es que por más que leas o escuches sobre él, nada como vivirlo en carne propia: por más que huyas de él, siempre te lo vas a encontrar en cada esquina y de diversas formas. Mientras más hui, más rápido me alcanzo, y con su nombre y apellido se grabó en mi alma como nunca antes nada lo hizo.
Te conocí de una manera inusual, ¿y de qué otra manera me hubiese topado contigo si eres de todo menos común?
Mil veces amamos el paisaje atropellado de la ciudad a través de la ventana de tu habitación, y esa misma escena nos vio amarnos de múltiples maneras, aún en medio del escándalo propio de los fines de semana. La noche cerraba coronada con tu sonrisa justo después de embriagarnos en la piel del otro.
Aprendí mucho más de tu silencio que de tu discurso, pues allí encontraba el infinito número de posibilidades de que fueses de una u otra manera, de que me dijeras tanto con la mirada que pudimos prescindir de las palabras.
Empecé a amarte desde tu sensibilidad al arte y tu capacidad de narrar la realidad a través de versos, y me derretiste cuando te atreviste a llenar los espacios de mi cuerpo con diversidad de textos, palabras que conectan con lo que pudo seguir siendo. Hoy soy tu obra inconclusa, amado mío. Decidiste, sin mirar atrás, explorar otros lienzos fuera de esta tierra, tal vez para nutrir tu talento.