En realidad, no me sorprende que te preguntaras por qué decidí irme. No me sorprende, porque para saberlo, tuviste que prestarme un poquito de atención, cuestión que nunca hiciste. ¿Era tan difícil percatarse de que te estaba demandando un poco de cariño? ¿De que tus silencios me dolían? ¿De que tu indiferencia me alejaba? Pero claro, estabas tan ocupado atendiendo solo a tus propias necesidades, que actuabas como si la relación no existiera.
No recuerdo por cuánto tiempo me inventé excusas y motivos para quedarme contigo. Perdí la cuenta de los días en que me decía, que quizá, el problema era yo, de que quizá simplemente no era suficientemente buena para ti, de que debía hacer más para llamar tu atención. Busqué las bases de la relación, para saber por qué había comenzado; porque quizás ahí, se hallaba la respuesta. Quizá, eran esas bases, las que debía rescatar para mantener la relación a flote, y, de cierto modo, sí, la respuesta estaba ahí.
Me di cuenta en ese vistazo a las bases de la relación, que yo era la única persona que había estado completamente decida, a sostener los pilares de nuestro amor. Fui yo, quien puso cada bloque con mis propias manos, porque gracias al amor que te tenía, me volví ciega y creí que tú estabas ayudándome, cuando solo estabas ahí, tirado en el suelo, inerte y sin ánimos de mover un solo dedo.
Era sencillo, tú entraste a la relación, pensando que yo era la solución a llenar esa sensación de vacío que tenías dentro, pero no lo hiciste por amor, sino por mera cobardía e ignorancia; porque aún no te has enterado que el amor se busca, no cuando te sientes solo, sino cuando te sientes listo para darlo todo de sí.
Si te preguntas por qué me fui, ahí tienes tu respuesta. Nunca me diste una razón para quedarme, nunca pusiste de tu parte y nunca me amaste. Solo fuiste un saco de huesos que expulsaba palabras vacías de su boca.