Hoy tengo que confesarles que me encantan los hombres complicados. Sé que preguntarás el por qué y créeme: tengo muchas razones para ello.
Los hombres complicados son lo mío por su energía y vivacidad. Son los que no padecen de locura sino que la disfrutan, y es que la cordura es un traje que les queda demasiado apretado.
Adoro a esos hombres porque se fastidian de la vida, y no es que van corriendo a su habitación para encerrarse sino que buscan vencer el aburrimiento inventándose mil y un maneras de hacer y deshacer, así como de dar explicación a lo que les ocurre.
Cuando los veo devorando un libro tras otro, me refugio en su discurso pleno de conocimiento. Aprendo muchísimo de ellos no porque repitan lo que han leído sino porque tienen la capacidad de cuestionar el contenido, y eso es un derroche de inteligencia que termina siendo irremediablemente sensual.
Esos hombres que tildan de disruptivos sólo por decir las cosas como son, sin tapujos, son los que me remueven el pecho. Esos que asumen abiertamente que odian, que aman, que lloran tan intensamente como ríen sin importar lo que los demás digan.
Los miras de lejos y ya por su vestimenta y sus actitudes puedes empezar a pensar que se trata de un hombre de esos que a diario intentan entender el mundo sin querer aceptarlo, pero no buscan entenderse ellos y por eso terminan siendo un desastre de esos que desde cierta óptica resulta hermoso.
Enamorarme de un hombre complicado es lo más sencillo del mundo. ¿Y cómo no ceder ante el encanto de alguien que se atreve a explayar su singularidad en todos los espacios? Ver una película con él puede significar una lección que va más allá de lo esperado, mientras que tiene la sensibilidad suficiente para ver la belleza donde otros ven caos. Y es que el amor de los hombres complicados es más intenso que el de aquellos que se pintan como normales o estables, pues no tienen reparo en ser ellos mismos.
Y sí: me encantan sobretodo porque a pesar de ser tan complicados puedes enamorarlos de las formas más simples…