Me encantan esos abrazos que me estremecen al despertar. Los que te hacen levantarte de buen ánimo y sentirte querida apenas abres los ojos. Me encantan, porque son como una vitamina que recompone los miedos, dudas y penas que sentimos en silencio.
Esos abrazos que, a pesar de que no digan nada, me hacen sentir mucho y me dan la fortaleza para seguir adelante cada día. Esos abrazos que me ayudan a romper los desvaríos y en los que me apoyo para mantener el equilibrio. Me encantan los abrazos que me dejan desnuda de los artificios, de lo malo y que solo me dejan vestida con lo que soy realmente.
No hay nada mejor que los abrazos que transmiten una idea, un cariño y que hacen que la respiración se detenga. Esos abrazos son mi debilidad, esos que son sorpresivos, los que te dan por detrás y te rodean la cintura, esos que vienen acompañados de un beso y un te amo. Esos son los mejores abrazos, los que son sinceros y no piden nada a cambio, los que te hacen sostener al mundo en una mano y los que te hacen erizar la piel.
Pero, no se trata del abrazo en sí, sino de quién te abraza. Es esa persona la que le da al abrazo un significado mayor a solo “rodear a alguien con los brazos”. Por eso, si amas a alguien, abrázalo siempre que puedas. Abrázalo en los buenos días y las mejores noches, abrázalo para despedirte y saludarle, abrázalo para felicitarle y apoyarle en sus peores momentos, abrázalo solo porque sí, porque no habrá nada más recíproco, que un abrazo que te haga cerrar los ojos y que te haga sentir de la manera más sincera, el cariño que sientes por alguien y el que sienten por ti.