MUJER ÍGNEA
Poema de José De la Serna.
Y entonces la vi caminar. Siempre me había parecido hermosa, pero esta vez fue distinto. Todo el mundo se percató del suceso.Sin más aviso que algunos destellos de luz se tornó rojo fuego, comenzando por sus cabellos. Se vació un galón de gasolina en la cabeza, lo cual no parecía coherente con su gusto por fumar. Al encender un cigarro, simplemente se transformó en sol.
Nadie lo creía, aquella mujer en medio de la calle, en cálido e inextinguible fuego consumaba lentamente su existencia. Asombrados por el resplandor, nadie intentó acercarse, excepto este loco al que también le gusta fumar. Me aproximé lo más que pude a sus labios para dar fuego a mi cigarro. Se me quemaron las pestañas y algo de cabello. Por todos los diosas juro que su calidez es embriagante. Como no tengo encendedor me mantuve cerca de ella, para darme fuego, para encender la estufa, el calentador, los cigarros, para dar calor a las frías habitaciones de los moteles, de la escuela, del trabajo.
Su cabello relampaguea, se aviva cuando el aire lo alimenta de oxígeno. En sus ojos destellos dorados y en sus labios el rojo más profundo. Sus pechos: dos tornados de fuego. Cintura solar, ombligo fogata, vientre fénix, puerta al infierno anunciada por dos pilares, columnas de fuego. Palomillas de ceniza juguetean en su aura con la luz que desprende. Su calor hace hervir tu sangre cuando está cerca.
¿Me enamoré de ella al instante? La verdad es que no. Me tomó tiempo aceptar su complicada situación.
No puedo dormir en la misma cama o invitarla a salir a lugares que no sean de acero inoxidable. Caminar por el parque es un verdadero crimen en días de otoño, los incendios son un problema. Sus besos derriten mis labios y mis brazos no logran mantenerse en mis hombros, simplemente se escurren hasta sus caderas, donde se chamuscan cual plástico.
A veces, al enojar, no logro verla más. Llamas saltan de sus ojos y queman todo a su alrededor, su luz se hace tan intensa que sólo podemos hablar entre destellos. Al poco tiempo de vivir juntos quemó mis trabajos, actas, curp, seguro social, computadora, celular, dinero, ropa, todo. Ando por ahí desnudo para evitar complicaciones. Sólo quedaron mis cigarros. Y de tanto en tanto, terminé fumando más de lo esperado y enfermé de lo que supuse enfisema.
El doctor no encontró sino una extraña condición en mi pecho: donde debiera tener corazón y pulmones, una rara malformación me dio dos barriles de pólvora
¡Qué suerte la mía!
Se me prohibió estrictamente estar cerca de cualquier flama o sitios con temperaturas altas. Más vergonzoso: en la entrepierna me brotó una mecha que conduce a la pólvora en mi pecho.
Devastado, dejé a mi novia y me retiré a esos lugares helados, donde no existe el fuego, no dejan fumar y ninguna emoción perturba la estabilidad emocional del muerto en vida: me mudé a una oficina de burócratas. Cosa insoportable. Al poco tiempo huí del cuarto acolchado que tenía por oficina.
¿Acaso no están hechos el uno para el otro el tigre y la gacela, el gusano y el ave, la vida y la muerte, el fuego y la pólvora, la bala y el corazón, el revolver y los fracasos sentimentales? ¿No es la tentación, marca de la voluntad divina, que se ha de cumplir con firmeza y valor? ¿No es el vértigo lo que nos empuja a disfrutar de las alturas? ¿No es la delicadeza del gatillo lo que nos seduce, en un gustoso accidente, a cometer la violencia de herir de muerte?
La busqué, no fue difícil encontrarla. No hay muchas mujeres ígneas en este mundo apagado. Le hice el amor por primera y última vez.
La misma noche en que mi amor encontró resuelto el objeto de su deseo, también lo aniquiló, haciéndome homicida. La misma noche en que mi amor fue bien correspondido, también me transformo en un romántico suicida.
Después de una explosión que guardó silencio e hizo de los colores, luz; todo se consumió: la gente, las oficinas, el día y la noche, los tigres y las gacelas, las aves, el sol, las balas y los corazones, los revólveres y los amantes, las alturas y los temores, ella y yo.