Seamos honestos, todos, en algún momento de nuestra vida, nos hemos sentido tan orgullosos que hemos creído no necesitar de nadie para ser felices. Si bien todos nacemos solos y morimos de la misma manera, lo que se recordará será la manera en que viviste, y no en la que moriste. Por ello, el orgullo debe manejarse con cuidado y no confundirse con amor propio, autoestima o dignidad.
El orgullo es la cara marchita del egocentrismo, y por eso, debemos conservarla bajo llave. Por otra parte, no debemos confundir el orgullo con el sentirse orgullo por el logro propio o de alguien que queremos.
El orgullo se vuelve dañino en el momento que se utiliza para superponer nuestras capacidades y cualidades sobre las demás personas sin ponerlo a prueba con nadie más. La vida buena se alcanza por medio de la humildad, y esta misma humildad es la que nos ayuda a reconocer esos errores y defectos que el orgulloso engrandece simplemente porque son de él.
Esa es quizá la mayor diferencia de todas, que el orgulloso es incapaz de aceptar sus defectos y equivocaciones. Esta actitud hace que, con el tiempo, las personas se percaten de lo inútil que es entablar una discusión contigo o una plática amena, porque el orgulloso siempre se intentará imponer.
Por eso, es importante prescindir del orgullo, porque éste no solo nos deja ver nuestra propia humildad, sino que opaca la de las demás personas haciendo que ninguna parezca “digna” de su compañía. Por ello, la soledad es el lugar donde los orgullosos mueren.