Decir adiós debería ser una forma mágica para borrar los pensamientos relacionados con la persona de la cual te despides… Sí, “Adiós” y te olvido de manera automática, sin dolor y sin tener que pasar por ninguna noche en vela en la que aún leo tus mensajes en mi teléfono, cartas o dedicatorias por Facebook. Donde las fotos que nos tomamos se borran automáticamente de todas partes incluyendo nuestra memoria.

Pero no, las cosas no funcionan así, aunque la deseemos con el mayor de los anhelos. A pesar de todo ello, a pesar de que el corazón insista en aferrarse al pasado, nuestra mente nos dice en voz baja, casi imperceptible, que después de todo este tormento, vendrá la calma. Y es precisamente por lo bajito que lo dice, que preferimos ignorarle y prestarle más atención al corazón que grita ¡QUÉDATE!
Creo que cuando decimos adiós, nos aferramos a la idea de que las promesas que nos hicieron en nombre del amor, aún pueden cumplirse. Porque cada una de ella fue como una huella la cual selló un compromiso con nuestra alma y, despedirse, implica arrancar esta huella de la piel, a carne viva y por cada milímetro que se arranca sentimos que se nos va un pedazo de alma.
A pesar de eso, a pesar del dolor que provoca, terminamos aceptando que es mejor vivir sin esa huella. Al final del tormento nos damos cuenta que nuestra vida no depende de si alguien llega o se va. Nos convencemos de que no vale la pena estar llorando por un pasado sin futuro y terminamos aceptando que es mejor que, el que ya no está, pues que ya no vuelva. Aprendemos también a aceptar que, por mucho que se diga adiós, no se deja amar, hasta que los nombres, fotos, besos, abrazos, sexo, visitas a casa de los suegros, tiempo juntos y huellas, se desprendan de la piel de una vez quedaron marcadas.