Debemos enseñar a las niñas a ser valientes, no a ser perfectas.

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Las niñas que hoy ocupan parques y pupitres son las mujeres del mañana. Pero antes son las niñas de hoy y nada justifica que se quiera pasar por alto su infancia para que en el futuro sean mujeres perfectas.

La infancia no es una academia de las mujeres perfectas. Por supuesto que no hay padre que no quiere o desee que sus hijos tengan el mejor futuro. Para eso se trabajan arduamente, buscan la mejor educación y hacen un esfuerzo por multiplicar las horas del día.

Resulta asombroso ver como la generación de hoy en día, especialmente las niñas, tienen acceso a la mas avanzada tecnología, con redes sociales en las que expresarse, pero pocos espacios familiares para hacerlo.

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No se trata de consentir, sino de integrar y de ayudarles a que ellas descubran por sí mismas a dónde quieren llegar, y no se trata de que los padres sean más o menos estrictos, se trata de dejar crecer su personalidad, su instinto y valentía, con algún tipo de enseñanza o guía, pero sin alguna restricción posible.

Si se les quiere enseñar algo, se debe enseñar que la perfección no existe. Que a lo largo de la vida van a tener que enfrentarse a miedos, y que las valientes no son las que no los tienen, sino quienes los dejan a un lado y los superan. Las que lo hacen una y otra vez mientras observan, de reojo, como esos miedos se hacen pequeños.

No les mostremos que la vulnerabilidad nos hace débiles, porque las corazas con las personas que queremos solo nos alejan de ellas. Enseñémoslas que ellas tienen un gran poder.

Enseñémoslas que la libertad no implica anarquía y que quienes la temen no lo hacen por nuestro bien.

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Enseñémoslas que si juntan su poder con la valentía se convertirán en personas que merecerán la pena, y que mientras se convierten en esa persona serán precisamente una persona que merezca la pena.

Porque él mientras cuenta, cuenta tanto que, si nos detenemos a pensarlo, todo ocurre mientras morimos, mientras vivimos. Y en ese mientras rico en perspectivas sucede una cosa y es que la felicidad tiene una extraña simpatía por las personas que merecen la pena.