Cuando la vi por primera vez, dejé de creer en las leyes de la física. Todo pareció detenerse y yo, parecía perder el sentido de la gravedad, pues mis pies se elevaron tan solo con verle pasar. Había algo en su caminar que resultaba curiosamente sensual, pero, más allá de ello, había algo en su mirada y su tierna sonrisa que me hizo entender que, quizá, yo, no era suficiente para ella.
Pero me dije “Quizá la primera impresión no sea suficiente para darme por vencido”, y por ello accedí a conocerle. La inseguridad de que esa persona quizá era mucho para mí, se intensificó al ver que cada cosa que decía parecía ser tallada por la pura y más honesta racionalidad, sentido, romanticismo y pasión.
Porque cuando hablaba, cuando formaba cada palabra con su boca, parecía que el ruido se detuviese. Es como si las alarmas de los autos, el bullicio de las mesas de al lado y el elevado tono de la música, ya no existieran, porque mis oídos enfocaron todo su poder auditivo en lo hermosa que resultaban sus palabras en combinación con lo melódico de su voz.
Y ahí estaba yo, preguntándome cómo alguien tan excepcional, podría estar con alguien tan sencillo y común como yo… Hasta que de alguna manera sucedió. Logré enamorarle con mi nerviosismo y lo aburrido de mis largas conversaciones, pues a ella le resultaban interesantes y admitió sentir admiración por mí.
Y no fue hasta que, meses después de vivir en un estado de exaltación profundo y de emociones vertiginosas donde aún no me creía que esa espectacular persona estaba a mi lado, decidió decirme “Te amo”. Fue ahí cuando me pregunté ¿Cómo alguien que merece el universo entero, me escogió a mí?
Y entendí que de la misma forma en que yo le veía, ella me veía.
Entendí que no era un asunto de merecer el universo, sino de que junto a ella, pude construir un universo exclusivamente, para nosotros.