He caído numerosas veces. He besado el suelo un montón de veces. La desesperanza me ha invadido en los momentos más difíciles de mi vida, pero confié en Él y aquí estoy, triunfante y levantándome de entre las cenizas. Porque con Él todo lo puedo, es mi Dios, mi señor, y nada me falta.
Aún recuerdo aquellos días de fracaso y de pecado en los que me encontraba sumida. La muerte de mis padres me envió directamente a la indigencia y pasé la flor de la juventud viviendo en la más profunda miseria. Al principio, obtuve algo de apoyo y algunos indigentes me ayudaron a alimentarme, pero luego sobrevino el infierno.
Crecí, mis pechos se hincharon, mi cadera se volvió ancha y mis fuerzas eran insuficientes para resistir la violencia de los que buscaban placer a costa de mi deseo. Fui execrada y traficada como un animal, como una cualquiera. Me sentía peor que nunca.
Luego de trabajar como esclava sexual por horas, apenas me daban una hora de descanso para poder recuperar fuerzas, y tan sólo tenía 200 metros a la redonda para caminar sin ser perseguida por los matones que me resguardaban. Era una vida terrible, pero soporté estoicamente.
Todas las noches caminé por esa misma calle súper transitada, sola, sin rumbo, sin motivo de vivir, hasta que un día me encontré a esa viejita vestida de hábitos. A mi madre, sí, porque fue el ser que me concibió una nueva luz en mi corazón, en mi mente y en mi espíritu. Me devolvió la vida y me enseñó el camino de la devoción para purgar mis penas.
Un día, no aguanté más y me escapé con ella. Tenía miedo, no tanto por mí, sino por su integridad física, pero ella me dijo que no temiera, que confiara en Él y orara por nuestro bienestar. Y así sucedió, nada nos pasó. Nos fuimos lejos, a su templo, y fui recibida como jamás lo había sido.
Renací en Cristo, renovada y con una fe sin precedentes. Acepté mi pasado y comprendí que todo tiene una razón de ser determinada por Él, simplemente hay que tener la sabiduría suficiente para retener la enseñanza.
Perdoné a mis captores, me perdoné y también perdoné a toda la humanidad en su nombre. Todo se volvió alegría y gozo espontáneo. Y aquí estoy, viviendo la vida por lo que realmente es: la posibilidad eterna de amar y la alegría de ser uno con el Padre.
Ya no tengo miedo. Sé que, pase lo que pase, él siempre me acompañará y estará a mi lado sin importar lo que suceda. Porque él es luz y vida, es templanza y sabiduría universal. El señor es mi pastor y nunca me abandona, no me abandonará…