Cada día soy más humana, menos perfecta y sin embargo más feliz. Me he convertido en mi propia medicina, en la más importante. Tal vez sean los años, pero al final he comprendido que a esta vida llegamos para “ser” y “dejar ser”. Porque no vale la pena perderse en los otros para dejar de ser una misma, ya que quien me quiere distinta, sencillamente, no me quiere.
Estoy despierta por dentro y por fuera, soy mi propia medicina, mi talismán, un corazón rebelde que ya no quiere amores cautivos. Soy más humana, menos perfecta y más feliz. Alguien tan valiente como para amarse a sí misma cada día, libre de esas mentes pequeñas que dicen que mis sueños son demasiado grandes.
Puede parecernos curioso, pero a menudo, en el contexto del crecimiento personal hay quien afirma que las personas nacemos dos veces. La primera cuando llegamos al mundo, la segunda cuando descubrimos el dolor emocional por primera vez, la pérdida, la fractura de lo que hasta ese momento eran nuestros cimientos.
El sufrimiento es a veces la antesala de un nuevo renacimiento. Ahí donde debemos convertirnos en nuestras propias sanadoras, brujas de la vida que con dedos artesanos remiendan y cauterizan sus propias heridas invisibles. El aprendizaje que obtenemos de ello no se olvida, nos convierte en el ser hermoso que somos ahora.
Menos perfecta, más sabia
La mujer casi siempre está supeditada a unos cánones sociales donde se le exige la excelencia. Es necesario ser una buena hija, una buena esposa, una madre perfecta y por supuesto, cuidar de esa apariencia donde la arruga, la estría, la celulitis y el kilo de más está prohibido. Solo cuando una se sabe menos perfecta y se alza orgullosamente en rebeldía frente a estos esquemas, alcanza la auténtica felicidad.
Un dato curioso que se nos vende en ocasiones a las mujeres es que, a pesar de todo ello, tenemos siempre una mala imagen de nosotras mismas. Tanto es así, que basta con hacer una pequeña prueba: ponemos en el buscador “autoestima+ mujer” y encontraremos al instante miles de espacios orientados a ofrecer estrategias sobre este tema.
Se nos define a instantes como “frágiles”, más tarde como “guerreras“, a continuación como afectadas por el “síndrome de Wendy“ y al poco, como ejemplos de lucha cotidiana y como pilares de nuestras familias en el día a día. Es como si de alguna manera, la propia sociedad jugara a definirnos, cuando en realidad, las mujeres saben muy bien quiénes son, lo que quieren y cómo pueden conseguirlo.
Sin embargo, son nuestros propios entornos sociales quienes más barreras suelen colocarnos en estas aspiraciones.
La dura lucha por la felicidad
En un interesante estudio llevado a cabo por la “Asociación Americana de Mujeres Universitarias” se descubrió algo interesante: una buena parte de las niñas ven reducida su autoestima cuando llegan a la adolescencia. Hasta el momento, las preadolescentes son criaturas excepcionales, con grandes e interesantes ideas sobre el mundo y con un buen autoconcepto.
Sin embargo, algo que se vio en este trabajo es que llegados los 15 o 16 años muchas chicas priorizan el agradar a los demás para encajar en sus respectivos contextos sociales. Ahora bien, para “agradar” es necesario encajar en unos moldes, en unos patrones estéticos y comportamentales. La autoestima, obviamente, queda deshilachada a lo largo de este periodo.
Lo curioso de todo esto es que también los chicos atraviesan esta época de búsqueda, de exploración de la propia identidad y de fractura del propio autoconcepto, en muchos casos. No obstante, y de alguna manera, tal y como nos explica la psicóloga Jean Twenge en sus trabajos, suele quedar desde entonces una categorización errónea al respecto de la mujer y de su “eterna baja autoestima”. Algo no demostrable y completamente falso.
Fuente: La mente es maravillosa