Como tus cafés solos, los que te tomas de un sorbo un sábado por la mañana antes de trabajar. Como esas carreras cuando pierdes el autobús. Como subir en globo al planeta de ninguna parte. Como un viaje astral o un vino tinto bajo la luz de la luna. Como correr bajo la lluvia. Como un cine de verano.
Esos momentos que te hacen temblar…
Pero no lo hice. No me giré. Dejé atrás esa imagen, esa de él con la cerveza en la mano y el rostro paralizado por la sorpresa, agradable o no. Y esa mirada que ya nunca volvería a ver de la misma forma. El hechizo se había roto. Habían dado las doce. La calabaza volvía a ser calabaza.
Y seguí andando pensando en qué habría pensado él. Mi ex proyecto de príncipe azul. Mi amor a medias. Mi todo y nada. Ese que nunca me sacó a bailar un vals, ni tan siquiera un pasodoble. El hombre raro. El homo raris, homo locus, homo anticosasnormalis. Mi pequeño treintañero inmaduro. Aquel que consideraba que lo normal en una relación era que no pareciera una relación, o al menos se lo curraba bastante para que así resultara.
Pero el tiempo pasa. El calor, las hojas, el agua y la gente. Todo se mueve salvo algunos recuerdos. Imágenes de otra vida. Sentimientos que acabas enterrando. El tiempo pasa. Pasa para todos. Hasta para los que tratamos de aferrarlo agarrándolo en un abrazo eterno que muere en cuanto llega en invierno.
Y mientras la calle llegaba a su fin me pregunté si él, después de varias cervezas más, se estaría dando cabezazos contra la pared pensando en lo guapa que estaba, en cómo me brillaban los ojos, en mis andares de niña torpe. En cómo narices pudo dejarme marchar. En qué maldito momento perdió la última neurona que le quedaba y olvidó lo bonito que fue el primer párrafo. Y el segundo. Tal vez lo pensara, pero fuera como fuera, ya era tarde.
Porque aunque doliera reconocerlo, no me hizo falta darle muchas vueltas para ver que, en el fondo (y en realidad) estaba mucho mejor sin él. Aquel vestido gris sacaba lo mejor de mi; y el gin-tonic de más tarde. Y quienes allí me esperaban. Y el calor de aquella plaza, donde todo comenzó y donde finalmente comprendí que había acabado.
Y es que a veces hay que volver al inicio para crear un final.
Nunca dejéis de iniciar.
Recordad que todo puede volver a ser como un primer párrafo, incluso como un segundo.
Fuente: La chica de los jueves