Despiertas, y ya no lo ves en tu cama. Ya no hay ese cuerpo al que abrazar ni esa voz que te dice, “quédate 5 minutos más”. Te quedas meditando acerca de lo mucho que significaba ese tonto detalle, esa pequeña súplica, ese breve momento al empezar el día.
Te hace preguntarte ¿Cómo puedo llenar ese pedazo de mi vida que se fue con él? ¿Cómo puedo sustituir la ausencia de los “quédate”, por algo que me haga sentir igual de querida? Y te das cuenta que no hay manera. No hay una forma lógica de que alguien llegue y haga lo mismo y tú, sobre todo tú, sientas lo mismo.
Porque te percatas de que no era el detalle, sino la persona que lo hacía. No era la breve súplica, sino el suplicante. No era un tema de 5 minutos más, era un tema de que había la intención real, de pedirte que te quedases toda la vida.
Pero antes de levantarte, antes de poner un pie en el suelo y empezar la mañana con la idea de pedirle que vuelva, te llenas de dignidad, de valentía y fuerza, y te dices: “Debo dejarlo ir, aunque me tarde veinte años, aunque me tarde toda una vida, debo dejarlo ir, muy lentamente, porque él, a pesar de ese hermoso detalle de pedir que me quedase 5 minutos más en la cama, fue quien decidió irse por su cuenta”.
A veces las cosas se desprenden de nuestro lado, sin aparente explicación o con una obvia razón. Pero no podemos aferrarnos a lo que quiere irse, debemos dejarle que siga su camino, porque quien realmente quiere estar a tu lado, no necesita de una súplica para quedarse, excepto, esas que se hacen al despertar, esas de “5 minutos más”, esas que, por pura consideración, no son un “quédate” nada más, son un “te amo, y amo estar a tu lado”.