Algunos amores son efímeros, pues la pasión tiene fecha de caducidad.

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Hay amores que no valen la pena, sino la dicha de vivirlos así sea por un corto lapso de tiempo. Todas las experiencias que vivimos son experiencias y legados maravillosos para la memoria.

Son esas historias que vivimos con intensidad, pero sabiendo, a menudo, que tenían fecha de caducidad. Sus imágenes y el recuerdo de esas sensaciones vienen casi siempre asociadas a las letras de una canción, al olor del salitre o al sabor de unos besos dados en noches de complicidad que culminaban en plácidos amaneceres.

Esas pasiones suelen tener su primera aparición en nuestra adolescencia, momento en el que dichas vivencias llegan de manera reveladora para marcarse a fuego en nuestra memoria emocional.

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Sus finales, como las propias tormentas de verano, pueden ser todo un cataclismo de emociones contrapuestas; pero todo lo vivido valdrá la dicha. Porque muchos tuvieron con esos amores fugaces buenas oportunidades de aprendizaje vital, de ese que no siempre se aprende en los libros.

Las aventuras de verano, en realidad, pueden surgir en cualquier momento sin importar siquiera la edad que tengamos. De hecho, según los expertos estas pasiones surgen por unas razones muy concretas.

Una de ellas nos parece sin duda fascinante: en verano, hay una mayor disposición hacia el amor. Puede que nosotros no nos demos cuenta, pero cuando nuestro cerebro se siente libre de las cadenas de la rutina, del estrés y las obligaciones, es más receptivo y está abierto a nuevas experiencias.‌

Días más largos, un clima que invita a la actividad, a salir de casa y socializar, menor nivel de estrés, ganas de hacer cosas nuevas. Hay algo mágico en el verano, algo que va más allá incluso de las propias vacaciones, esas que quien más y quien menos, puede permitirse.

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En esta época, como bien reflejaba Tennessee Williams en sus obras, todo es más intenso, nuestras emociones están a flor de piel y nuestro corazón más dispuesto para conectar con los demás. Hay múltiples factores que explican esa efervescencia de los amores de verano.

Cuando llega el verano nuestra mente solo desea dos cosas. La primera es desconectar de las preocupaciones. La segunda es no pensar en el ayer ni centrar la atención en lo que vendrá a partir de septiembre u octubre. Casi sin darnos cuenta, ponemos en práctica un principio de bienestar personal extraordinario: centrarnos en el presente.