Un viejo profesor japonés me contó una anécdota, en la que un maestro desafió a alguien a hacerle enojar. Uno de los alumnos accedió al reto y comenzó a insultarle, gritarle y decirle de todo tipo de cosas que pudiesen haber herido la sensibilidad de cualquiera. El alumno se paraba en su cara, muy cerca y le veía a los ojos y exclamaba cosas que atacaban a la propia familia del maestro. El alumno siguió así por dos horas hasta que su garganta no dio más.
Los otros alumnos indignados, le decía al maestro que por qué no se defendió, que era un tonto por haber soportado tantos insultos y gritos. A lo que el maestro respondió:
“Cuando alguien decide darte un regalo, y tú no lo aceptas, el regalo le sigue perteneciendo a la persona que te lo ofreció… Lo mismo pasa con la ira. Si yo decido no aceptar sus insultos con mi indiferencia, su odio permanece dentro de él”.
El odio es un mal que se refleja en muchas maneras, y los insultos e improperios que surgen para desahogarlo, no deben ser respondidos de igual forma, pues, al hacerlo, estarás aceptando el odio en vez de dejárselo en el espíritu de quien te lo da.
Regala indiferencia a quien te ofrece odio, y siempre ganarás todas las peleas.