Cuando un amor muere, una parte de él queda marcado en la piel, como un tatuaje, una cicatriz o un lunar. No se quita, no se remueve con nada. No siempre duele esa presencia, no siempre es mala y no siempre es buena.
Simplemente permanece ahí como una protuberancia, que nos hace recordar el porqué de su existencia. Mirarla, nos hace comprender qué errores cometimos, qué cosas aprendimos, qué de bueno hubo en ello y cómo todo eso, forma parte de lo que hoy somos y de lo que hoy entregamos a un nuevo amor.
Nuestros antiguos amantes, son la base del resultado de lo que ofrecemos a nuestras actuales parejas… Nuestros antiguos amores, no mueren, sino que cambian de lugar en la memoria, un lugar al cual podemos acudir siempre que queramos y, solo dependiendo de la fortaleza que tengamos, esa visita al pasado, no nos lastima, sino que nos da un poquito de añoranza o quizá, simplemente, no provoca nada.
Los antiguos amantes, no se extinguen… Pueden mudarse de país o de planeta, pero siempre vivirán en nosotros de una u otra forma. Aprendamos a vivir con ello, como aprendemos a vivir con una cicatriz. Aprendamos que sí dejó alguna marca, fue importante y aprendamos, que no todo lo importante, fue bueno.