Érase una vez un duendecito que vivía en una gran jaula. Había vivido allí desde hacía bastante tiempo, mucho más del que podría recordar.
Vivía allí porque unos titanes, hace tiempo atrás, le habían encerrado allí por haberse portado muy mal. Y desde entonces mora allí. Al principio él pensaba que se trataba de un castigo rápido, que cuando pasaran las horas, los días o las semanas, hasta los titanes se olvidarían de lo que había hecho y él podría salir de nuevo a hacer travesuras.
De todas maneras él era un duendecito, y se supone que para eso fueron creados los duendes, ¿no?
Pero las horas, los días y las semanas pasaron y los titanes seguían haciendo lo suyo. Lo ignoraban, y sólo se acercaban para asegurarse de que la jaula siguiera estando en buen estado. Los titanes miraban la jaula, pero nunca al duendecito.
El pequeño duende estaba triste. Y también muy molesto. Demasiado enojado.
Un día la jaula creció, terminó sus estudios, consiguió un trabajo, una casa y una pareja. La jaula tenía un nombre, y era el nombre que los titanes le habían dado en el momento de su nacimiento. Conforme pasaba el tiempo, la jaula empezó a enfermar rápidamente, y los doctores no tenían respuesta para sus males.
Todos se preguntaban qué era lo que ocurría, pero nadie daba con la solución. Luego de conversar varias veces con la jaula, ella sólo decía: “No lo sé. Sólo sé que dentro de mí hay mucha ira, mucho dolor”.
A medida que siguieron investigando, finalmente se dieron cuenta de que lo afectaba a la jaula era el pequeño duende que moraba dentro de ella. Luego de tantos años ignorándole, le vieron de nuevo y el duendecillo había logrado lo que quería: que le prestaran atención. Todo este tiempo estuvo tan iracundo que mordía y golpeaba la jaula cada vez que podía.
Es así que para conservar la jaula en su mejor estado liberaron al duendecillo, quien siguió haciendo sus travesuras por doquier pues, ¿no es para eso que existen los duendes?