Nuestra familia y el tipo de vínculo establecido con ella determina gran parte de lo que somos. Más allá de los genes y de la sangre está esa arquitectura más íntima y privada donde se alza el reino de nuestras emociones, de nuestros miedos, limitaciones y también de nuestros valores. Dimensiones todas ellas que un buen padre debe nutrir de forma correcta. Veamos algunos ejemplos.
La disponibilidad emocional.
La capacidad de respuesta ante las necesidades del niño y la calidad de las misma, garantiza un desarrollo óptimo y una mejor madurez en ese pequeño a lo largo de su vida.
El reconocimiento.
Todo niño necesita sentirse reconocido y valorado por parte de sus progenitores. Contar con esa mirada paterna siempre atenta, cercana, valiosa y llena de afecto influye en un buen desarrollo de la autoestima en el niño.
La participación. El buen padre no se limita solo a “estar”, sino a hacer sentir, a favorecer el descubrimientos, a despertar nuevas emociones y aprendizajes, a ser un “escuchador” incansable, un negociador y un comunicador infantigable.
La inspiración.
Algo que sin duda hacen la mayoría de los papás, es abrir a sus niños nuevos mundos donde sentirse competentes y a la vez, autodescubrirse. Muchos de nuestros padres nos transmitieron sus pasiones, su amor por la música, los libros, la naturaleza… Valores todos ellos que ahora definen nuestra vida de adultos.
Para concluir, algo que conviene recordar es que el buen padre no es un niño grande que disfruta jugando y haciendo reír a su hijo. El padre “real” es un adulto con grandes competencias emocionales, alguien seguro de sí mismo, valiente como cualquier madre y preocupado siempre por dar seguridad, aliento y afecto a ese niño para que el día de mañana abra las alas convertido en adulto libre, maduro y capaz de dar y recibir felicidad.
Fuente: La mente es maravillosa