No eran más de las 9 y aunque acostumbraba a costarme tarde, cuando él me menciono ir a su departamento a beber una copa, en menos de medio segundo y casi de manera automática me inventé muchas actividades para el día siguiente, comenzando por el ya típico; ¨lo lamento mañana debo madrugar porque…”; ignoraba todas sus llamadas y cuando observaba los mensajes suyos me invadían los nervios y prefería no seguirlos viendo. Ciertamente me resultaba algo atractivo, simpático y con buenos modales, todo lo que quería en un hombre. Y aunque tenía las ganas de volver a amar, tampoco me sentía lista para una nueva decepción.
Cuando pensaba acerca de mi vida al lado del sujeto que amaba, estaba bien soñar y creer en un ‘por siempre’, luego todo se desplomaría y pensaba “he sido una tonta al creer en cuentos de hadas”.
Y así, por un individuo que no me valoró o que sencillamente no sentía lo mismo que sentía yo, era muy fácil justificar el no permitirme volver a soñar, o pensar que un ‘para siempre’ era muy posible. Había oído al vecino mencionar que su esposa lo había abandonado por un amigo, mi amiga le era infiel a su novio y mis padres se separaron hace tiempo y aún apenas se dirigían la palabra; un compañero del trabajo había sorprendido a su esposa enviando fotos desnudas a su mejor amigo.
Ninguna pareja era la ideal, aunque todos teníamos un prototipo en la cabeza de la relación perfecta; en la que se entablaba un gran respeto, amor y paz en toda su totalidad. En esa utopía cualquier desacuerdo era indeseable, los celos eran de inmadurez o inseguridad de la persona; éramos gurúes del amor con la total autoridad de borrar a las parejas que nos rodeaban como idiotas, codependientes, enfermos mentales, entre otras… Pero ¡sorpresa! Toda esa madurez se estaría yendo por el caño cuando teníamos una relación.
Qué tal si comenzamos por mandar por un tubo todas esas críticas o sugerencias no solicitadas y aceptar de una vez que sufrir me causa regocijo; que es la miel más dulce la decepción, no el compromiso verdadero, la entrega y la fe ciega. Y si bien este gozo era pasajero, nutria mi necesidad de hacer de la vida un verdadero drama.
Ya había pasado una semana y el chico no dejaba de marcar a mi teléfono, quizás le resultaba excitante creer que “me hacía la difícil” o que era alguna técnica para despertar su interés. Me cuestionaba si sería una persona como yo, siempre tras lo imposible; benditos amores platónicos, o como a mí me gustaba nombrarlo ‘guarida de los cobardes’.
Decidí por contestarle y quedamos por ir al cine; no vi la película, jugué un poco con su mente, mirándolo de reojo y haciéndome la disimulada cuando este volteaba a verme. A los miedoso como yo, nos iba a la perfección la tontería, sí, aún a los 30 años de edad. Así pasó toda la película, entre jugueteos y seducción ligera, hasta que hizo el intento de darme un beso pero lo evadí.
Saliendo del cine, pasamos por un bar a beber un par de tragos, entre carcajadas y charlas; hasta que nos alcanzó un silencio que se volvió rápidamente en una cadena de besos muy apasionados. Así terminamos en su casa, yo con los zapatos en la mano y él con la corbata hecha un lio y la camisa desabotonada; fue un gran logro abrir la puerta y nos fundimos en el mueble más cercano con la pasión y el deseo que solo puede invadir a dos personas desconocidas, cobardes solitarios.
A primera hora de la mañana, me levante sintiéndome completamente satisfecha pero totalmente incómoda, silenciosamente tomé mis cosas, me vestí lo más rápido y pedí un taxi. A bordo del coche bloquee su número de teléfono, por suerte nunca supo dónde vivía, dónde trabajo o información que pudieran ayudarle a encontrarme de nuevo; logré huir intacta, puse un final imprevisto a la historia que pudimos construir unidos y se siente bien.
Desayuné en casa, sola y hurgando el timeline de Facebook; veía toda clase de publicaciones, comida, quejas del clima, críticas políticas y sociales. También estaba la imagen del compañero de trabajo con su familia maravillosa, aquel con la capacidad de perdonar cualquier traición con tal de mantener una familia contenta; luego mi primo con su esposa, aunque está muy enamorado de su mejor amiga. Y quizás yo continuaría en una gran soltería, dónde es mejor estar sola antes de dejar que algo o alguien comprometan mi libertad.
Los cuentos de hadas no son reales, tampoco había un príncipe azul soñando conmigo o tratando de hallarme; ni yo estaba dispuesta a dejar mi estabilidad sentimental en manos de una persona que, como yo, no tenía ninguna idea de cómo manejar o llevar su vida. No quería dos almohadas en mi cama o que la pasta de dientes estuviera totalmente retorcida, que la tapa del retrete quedara arriba o encontrarme con vellos en el jabón.