Enmanuele, un niño que temeroso se acerca al micrófono, le intenta hacer una pregunta al Papa Francisco. No puede, el temor lo invade, las miradas pesan y en su gran chamarra se hace más y más pequeño hasta desaparecer.
Se desvanece en su pobre pena. El Papa Francisco, consciente del temor que pudo haber sentido el niño, le tiende una palabra de aliento, le invita a pasar adelante y acercársele.
El niño es recibido con un abrazo y, de manera inaudible, le cuenta su secreto el cual el Papa haría público unos segundos más adelantes, pues, era necesario.
Enmanuele solo quería saber una cosa. Su padre era ateo, pasó a mejor vida y dentro de sí, la duda de si podía haber entrado incluso por no creer en Dios, le carcomía el pecho.
Francisco ofrece una cálida respuesta, una luz entre la tormentosa duda, pero le pide algo. Le pide que ore por su alma.
Que ore para que, en caso de que su padre no haya llegado al cielo, su alma pueda elevarse hasta acercarse a Dios.
Es un tema que va más allá de la religión. El asunto principal es el miedo del niño. Su temor por saber qué habrá pasado con su padre, con su espíritu, ese miedo sobrepasa cualquier religión, ciencia o diferencia de pensamiento. El niño necesita un consuelo y el mejor que consigue el Papa Francisco es el de decirle la verdad, la que él conoce, la que sabe que le hará sentir mejor.