Te acuestas con las mejillas llenas de lágrimas, con el corazón desecho, los ojos hinchados y una terrible jaqueca.
Has llorado tanto que ha comenzado a dolerte la cara y el estómago, como cuando te da un ataque de risa.
La almohada está muy húmeda y ya no te importa seguir mojándola con las lágrimas. Te aferras al móvil esperando un mensaje que nunca llegará o quizá, a tus sábanas porque no quieres saber más nada de esa persona.
No sabes cuántas veces has intentado secar tus mejillas y nariz, para que, a los pocos segundos, vuelvan a mojarse de dolor.
Te recuerda a esas veces que lloraste cuando eras pequeña, por una de esas rabietas que tuviste por tus padres, pero ahora, tiene una razón más grande y eso no le quita peso al dolor, al contrario, le suma pesar a la razón porque estás más consciente que nunca de que, por aquel que estás llorando, ahora sonríe por otra persona.
Y es que se siente como un puñal en todo el pecho, que se hunde y hurga entre las emociones, como si el dolor no fuese suficiente. Quieres sacártelo del pecho, pero parece que mientras más insistes, más se clava en el corazón.
Es cuando dejas de luchar, cuando dejas de intentar llevarle la contraria a lo que ha pasado, que ese dolor empieza a sanar por sí solo. Es justo ahí, cuando sueltas el mango del puñal, que aceptas que el aferrarse a él, solo lo hunde más.
Es en ese momento que comprendes que llorar por alguien que ahora sonríe al lado de otra persona, no tiene el más mínimo sentido.
Es cuando sueltas el dolor, que finalmente te das cuenta qué tan tonto fue llorar por alguien que no valía la pena.