La amabilidad es el pináculo de el intelecto. Es su punto más cenital, el momento en el que el intelecto se queda asombrada de lo que es con la capacidad de llevar a cabo por sí misma. Leo en una entrevista a Richard Davidson, experto en neurociencia afectiva, que «la base de un cerebro sano es la bondad». Suelo determinar la amabilidad como todo curso de acción que colabora a que la alegría logre comparecer en la vida del otro.
En ocasiones se hace acompañar de la generosidad, que aparece cuando un individuo elige bajar el nivel de agrado de sus intereses en lugar de que el otro amplíe el de los suyos, y que en personas sentimentalmente bien construidas tiende a ser devuelta con la gratitud. En la arquitectura afectiva coloco la amabilidad como contrapunto de la crueldad (la utilización del inconveniente para conseguir un beneficio), la maldad (ejecución de un inconveniente aunque no adjunte réditos), la perversidad (cuando hay regodeo al infligir inconveniente a alguien), la malicia (desear el perjuicio en el otro aunque no se participe de manera directa en él).
La amabilidad es justo lo opuesto a estos sentimientos que necesitan del padecimiento para lograr ser.La amabilidad liga con la afabilidad, la inocencia, el precaución, la atención, la conectividad, la empatía, la compasión, la fraternidad, todos ellos sentimientos y formas de proceder predispuestos a integrar al otro tanto en las deliberaciones como en las acciones personales. Tendría que ver con todo el aparataje sentimental en el que se está atento a los requerimientos del otro. De acuerdo con la nomenclatura que utilizo en el ensayo Los sentimientos además están en lo correcto (ver), serían los gadgets afectivos de apertura al otro.
La amabilidad es aquella acción donde intentamos al otro con la amabilidad y consideración que se merece toda persona por el hecho de serlo. Intentar colmar nuestros fines pero sabiendo además los del otro es una conducta muy sabia para que los otros la repliquen cuando seamos nosotros los destinatarios del curso de acción. Ser bondadoso con los otros es serlo con uno mismo, con nuestra habitual condición de humanos empeñados en resultar el ser que nos agradaría ser. Contribuir a que la alegría desembarque en la vida de los otros es contribuir a que además desembarque en la nuestra. De esto viene que no haya más grande provecho popular para todos que la intensidad cooperativa, que se nutre de la amabilidad y la ética, si es que esta tríada mágica no es la misma cosa astillada en diferentes expresiones. Para integrar la amabilidad en el trajín períodico hay que brincar la estrecha y claustrofóbica geografía del yo completamente absorto en un individualismo competitivo y narcisista. Richard Davidson protege que la amabilidad se cultiva. En su centro entrenan a chicos y chicas. En los ejercicios aproximan a su cabeza a un individuo que adoran, reviven una etapa donde esta persona fue aguijoneada por el padecimiento y sopesan qué llevar a cabo para liberarla de ese mal. Después amplían el foco a personas que no les importan y por último a personas que les irritan.
En este corto paseo se puede sintetizar en qué radica humanizarnos. En una entrevista le preguntaron a Michael Tomasello, uno de los enormes investigadores de la cooperación, por qué tenemos la posibilidad de ser muy amables con la multitud de nuestro ámbito y después ser despiadados en otros contextos, como entre otras cosas en el laboral. Su respuesta fue muy elocuente. Tomasello argumentó que nuestros valores difieren en funcionalidad de en qué círculo nos movamos. No nos comportamos igual con el popular que con el irreconocible. Homologar los dos hábitos pertence a las enormes pretensiones de la ética, qué vamos a realizar para pasar del círculo íntimo al círculo público con la misma actitud empática, cómo hacer esa transferencia desde el tema afectuoso al tema donde el aprecio pierde irradiación.
Entendemos qué es la amabilidad, pero para aprenderla requerimos contemplarla en personas consideradas valiosas por la red social y reproducirla en nuestra vida. Escasas tareas necesitan tanta participación de el intelecto, pero escasas complacen tanto cuando se automatizan por medio del hábito. Cuando alguien lo consigue nos encontramos frente un sabio.